El periódico conservador LA MONTAÑA, en 29 de octubre de 1924, entonces dirigido por Narciso Maderal Vaquero, publicó un artículo firmado por Antonio Monedero, con el título LA EMIGRACIÓN, que en aquellas fechas, como antes, como ahora, era un asunto recurrente en España, o en algunas de las distintas regiones.
Antonio Monedero Martín, natural de Dueñas, en Palencia, fue un activo promotor de los llamados sindicatos agrarios católicos, que se dedicó a fundar en distintos puntos. Como experto en la realidad del campo español, en el artículo que transcribimos da una muestra de ello.
El mal año agrícola que acabamos de sufrir ha agudizado este delicado problema en nuestra nación, problema sobre el que los Gobiernos anteriores, como dice Sancho Panza refiriéndose a los pobres, solo han puesto los ojos “como de pasada”.
Todos los años se van miles y miles de hijos de la patria, de los cuales los del campo se elevan a cerca de 50.000. Y se van a la ciudad, donde la congestionan, y en zahurdas y hambre y corrupción acaban por ser carne de rebeldía, o se van al extranjero, donde tras de mil calamidades quedan perdidos para siempre para la madre patria.
Además, se van los más fuertes, los hombres solos o los matrimonios más jóvenes o con pocos hijos, que llevan ánimos para jugarse el porvenir, quedando en el campo los viejos, los inútiles, los débiles, los enfermos, los más flojos y los menos dispuestos, con lo cual la pérdida es múltiple y en todos los sentidos.

Las ciudades aumentan a costa del campo y el campo de otros países se labra con los brazos del nuestro, mientras éste cada día queda más yermo.
En los campos de Argelia hay más españoles que franceses y en muchos puntos de América hay también más españoles que naturales o que de otros países mientras que en la madre patria hay cada vez menos habitantes en el campo.
¿Por qué no hablan de poder hacer aquí lo que puedan hacer allá? El latifundio improductivo o mal cultivado llama a esos brazos que se van, y no hay una ley que se lo ofrezca por fuerza, ya que por grado el dueño utiliza el arruinado derecho pagano de poder abusar de lo que tiene.
Multitud de campos incultos llaman también a esos brazos que se van, y no hay tampoco otra ley que les ayude a quedarse sobre ellos y fecundarlos con la fuerza y la energía con que van a fecundar campos extraños y lejanos.
El campo, sin embargo, tiene que alimentar a la ciudad, y por falta de brazos, la alimenta caro y mal; cuando el pueblo ciudadano pide más pan y más barato, los Gobierno debieran de pensar que gran parte de ese pueblo se vino del campo, dejando de hacerlo producir, y debiera hacerlo volver al campo, a lo menos a los desocupados.
España puede alimentar desahogadamente a la población que tiene, si se ordena bien la existencia y circulación de las subsistencias para que el egoísmo y el agio de una minoría no perjudique a la comunidad.
Además, instruyendo y ayudando al agricultor, además de retener los brazos que se van, se puede llegar a alimentar una población más que duplicada de la que ya existe, porque las cosechas pueden duplicarse con facilidad y multiplicarse muchas de ellas a medida que la población va aumentando.
Todo esto ni se ve, ni se sabe, ni se atiende desde la Puerta del Sol, y es, sin embargo, la realidad viva de la patria; en la ciudad hay muchos estómagos ahítos y muchos más vacíos, provocación aquélla y gérmenes éstos de tempestades y revoluciones.
De cien mujeres que se pierden, cincuenta lo hacen por vestir mejor, pero las otras cincuenta por comer mejor.
De cien hombres que se inscriben en las Sociedades revolucionarias, noventa lo hacen también por comer mejor; sólo el diez por ciento están ahítos como los burgueses.
Si la mayor parte de los hambrientos volviera al campo y el Estado los protegiera con leyes sabias y justas, comerían todos y comerían mejor que los quedaron en la ciudad y todos vivirían más tranquilos y sosegados.
Las mujeres, a su vez, serían madres honradas y virtuosas que criarían hijos para aumentar la fuerza y el valor de la patria.
La ciudad absorbe el campo y agota el país, sin que los políticos hayan sabido remediarlo.
Antonio Monedero.
Vale.