#Cáceres. Para entretener durante el confinamiento (XIII).

cercadelasretamas —  marzo 29, 2020 — Deja un comentario

Pisar la calle

Confinado, como todos, en casa, sin pisar la calle, viendo y atendiendo a lo que pasa más allá de tus muros por la pantalla del ordenador o del smartphone, tienes que salir, no te queda más remedio que salir a hacer algo de compra o a la farmacia y es cuando te das cuenta del encierro.

Sales, y antes de poner el pie en la acera, miras a derecha e izquierda a ver si viene alguien. No es miedo, es un día claro, es una curiosidad atemorizada, eso sí. Porque tú miras, te percatas si viene alguien, y sabes que, seguramente, varios portales más allá es posible que haya alguien haciendo lo mismo.

Mi calle. Cáceres.

La calle en la que vivo es estrecha, formada por casas de dos o tres plantas, con pocos vecinos, algo que sabes, pero así y todo, miras.

No se oye ningún coche acercarse, no se ve a nadie por la calle. Es hora de tomar el camino de la farmacia o del supermercado. Cruzas la calle, giras a derecha o izquierda, en una esquina e instintivamente vuelves a mirar a derecha e izquierda. ¿Alguien? De momento no.

De repente, en estas callejuelas antiguas, en una esquina comienza a verse un perro, pequeño, llevado por su dueño de paseo. ¿Su dueño o un vecino que lo ha alquilado?. El hombre y el perro cruzan la calle. No se cruzarán contigo.

Sigues caminando. Vacío. A lo lejos, no más de cincuenta metros, por la calle en la que están el supermercado y la farmacia ves pasar un hombre. Solo. Y te fijas: va abstraído, pensativo. Quizás, piensa en si va a cruzarse con alguien. Mira en mi dirección y continúa su camino, no sé si avivando el paso.

En la calle se ve a una mujer saliendo del supermercado. La farmacia, vacía, es el primer lugar en el que entras. Te atienden, das la tarjeta electrónica y te “cantan” los medicamentos que salen. Estos días han colocado una mampara de cristal, pero los dos dependientes, jóvenes, un chico y una chica, no llevan mascarilla, aunque sí guantes. Pagas la caja de pastillas, el tanto por ciento que te toca, y te das la vuelta para salir. Y otra vez, como cuando saliste de casa, antes miras a derecha e izquierda, para ver si viene alguien. Otra vez un perro marcando el paso a su dueño. Te fijas. El dueño va con mascarilla, el perro, pequeño, sin ella.

A treinta metros de la farmacia está el supermercado. Sé qué cosas necesito comprar cuando voy entrando y saludo a la cajera y a un reponedor, que además es familiar mío. Los dos con guantes y pantalla protectora como una visera que se ha caído hacia adelante.

Cuando salgo, después de pagar, sé qué cosas necesitaba comprar. Y qué cosas que no creía que necesitaba he comprado.

La puerta del supermercado es ancha, lo suficiente para ver, antes de salir si alguien se acerca. Una mujer camina con cierta prisa.

Y en la dirección contraria a la que marcho cargado para mi casa, otra vez el hombre al que había visto, que me había mirado como yo a él y que ahora, al cruzarnos con una buena distancia entre los dos, veo que acelera el paso, que camina deprisa. Seguramente, pienso, ha salido de casa para sentir un punto de libertad y se ha dado cuenta que la libertad, estos días, la ganas estando dentro de casa, confinado.

Al llegar a casa, instintivamente, vuelvo a mirar a izquierda y derecha, para ver si viene alguien, si pasa alguien. Nadie. Nada.

Saco las cosas que he comprado, unas al frigorífico, otras no.

Y al cabo del tiempo, me acuerdo de que algo que necesitaba, no lo he comprado: la sacarina. Lo más pequeño, lo de menos valor. Cuento los sobres que me quedan del último paquete y tengo para unos pocos días. Alivio.

Vale.

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