La fuga del Emérito Juan Carlos, con la primera intención de, al menos, dificultar las investigaciones judiciales sobre su actividad privada durante los 40 años de su reinado, crea, sin duda alguna, una crisis institucional que afecta a uno de los pilares jurídicos fundamentales de la constitución del 78: la forma de estado.
Esta crisis no la ha creado una creciente corriente de ir a un referéndum vinculante sobre la forma de estado (monarquía parlamentaria o república), sino que ha sido creada por el torcido proceder de quien ha ejercido esa magistratura. La abdicación de Juan Carlos en su hijo Felipe fue una transmisión de la jefatura del estado, pero el vicio del ejercicio del padre ha sido, livianamente, sólo livianamente, cuestionado por un acta notarial levantada por el hijo renunciando a una parte de los bienes materiales del padre.
Sin embargo, la institución monárquica, hereditaria, conlleva dos elementos (entre las variadas acepciones que de la palabra honor fija el diccionario de la RAE).
En primer lugar, la Academia define el honor como la cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo.
El comportamiento privado de Juan Carlos (casos Corinna, Gayá y otros) carece de valor en ese ámbito privado, por cuanto el honor ha sido vulnerado incluso en ese ámbito privado, por no guardar y cumplir los deberes del cargo que ostentaba. La inviolabilidad del rey, proclamada en la constitución, respecto de sus actos, cualesquiera que fueran, afecta también a la vida privada. Cuando esa vida privada no puede mostrarse como ejemplar, el honor de la monarquía desaparece.
La abdicación en su hijo Felipe fue un puro formalismo para tener a cubierto su inviolabilidad e inimputabilidad por sus actos. Podría haber sido un acto de honor si no fuera porque los hechos que ahora se conocen (más allá de los reproches penales, civiles o tributarios que han de dirimir los tribunales) ya se había cometido. Y lo que es más grave, no parece que estos hechos, en todo o en parte, fueran desconocidos para el hijo en cuya persona recayó la abdicación.
El honor de la corona, en el sentido histórico más exacto, es una transmisión de padres a hijos. Si el honor es vulnerado por el padre, el hijo que recibe la carga de la corona, debe asumir su cualidad moral. En su ejercicio del cargo, Juan Carlos no observó su cumplimiento, ni en acciones privadas ni públicas (como sin duda son, o deberían ser, las comisiones presuntamente recibidas por realizar actividades de mediación empresarial, ya sea de manera activa, ya sea de manera pasiva).
Ahora mismo, la fuga hacia el imperio azucarero de los Fanjul en la República Dominicana, ha desposeído, totalmente, del concepto de honor a la monarquía representada por el hijo-heredero, a quien corresponde, sin duda alguna, su restitución con indudables pruebas públicas, o en caso de no poder hacerlo, a su renuncia.
También la Academia se refiere al término honor en su acepción 9, actualmente dice el diccionario, en desuso. En esta acepción, honor es heredad, patrimonio.
Si algo es característico de la monarquía es su sello de hereditario. Y no solo en la acepción primera a que antes he aludido, sino en esta acepción 9, que casa directamente con “la tradición” monárquica de un país como España. Los reyes legan a sus herederos el honor, como cualidad fundamental, pero también legan la heredad (los dominios sobre los que se extiende el reino, los títulos nobiliarios acumulados históricamente, los honores y otros títulos recibidos por sus antecesores), y el patrimonio que ello conlleva.
Ahora corresponde a Felipe VI asumir el honor de ser rey en sus conceptos morales (a los que su padre ha faltado gravemente), y asumir su herencia, con títulos y prebendas, pero también con las deudas contraídas por Juan Carlos I. Y le corresponde poner en una balanza, en el ejercicio del honor como señala la primera acepción de la RAE, y manifestar su capacidad y determinación para restituirlo, para desprenderse de las consecuencias de los errores de quien le legó el trono, y restituir el daño causado a los bienes públicos.
Si no se encuentra con capacidad y determinación para ello, lo más conveniente es poner en marcha los mecanismos que establece la Constitución de 1978 para su modificación en lo que respecta a la forma de Estado y la supresión del título II de la misma.
Un ejemplo de la determinación, si la tuviera, de Felipe VI para restituir el honor de la monarquía, sería su orden, como jefe supremo de las Fuerzas Armadas, de suprimir cualquier mención en los honores militares a Juan Carlos I. Porque hay unos versos de Calderón que presiden los cuarteles, y más allá de parecer escritos hace cuatro siglos, para los militares siguen siendo actuales:
Aquí la más principal
hazaña es obedecer,
y el modo cómo ha de ser
es ni pedir ni rehusar.
Aquí, en fin, la cortesía,
el buen trato, la verdad,
la firmeza, la lealtad,
el honor, la bizarría;
el crédito, la opinión,
la constancia, la paciencia,
la humildad y la obediencia,
fama, honor y vida son,
caudal de pobres soldados;
que en buena o mala fortuna,
la milicia no es más que
una religión de hombres honrados.»
Si no se encuentra con esta determinación para transmitir el concepto de honor a sus soldados (no hay que olvidar que la monarquía española es hereditaria y militar, como el régimen que la reinstauró), estará incapacitado para ser su jefe.