Marx, el hermano golferas de Carlos, decía que la felicidad está hecha de pequeñas cosas: “Hijo mío, la felicidad está hecha de pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna.”
Esa frase nacida del cine hoy tendría una nueva “pequeña” cosa, “Hijo mío, Fernando, la felicidad está hecha de pequeñas cosas: “un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna, un pequeño proxeneta…”
Porque así, y no de otra manera puede entenderse que quienes presumen de un festival de cine solidario cobren la tarifa estándar del chulo que les paga la tarifa de la esquina de la calle de la Montera. Y más, sin aspirar a ser nunca rescatado por el amor de Jack Lemmon en “Irma la Dulce”.
El mal llamado festival solidario cumple 30 años y haciendo tanto la calle, su cuerpo está maltratado por la mala vida, y cualquiera que llega con cuatro perras puede continuar ajándolo.
Ha llegado un sujeto enviado por la minera australiana al lejano oeste dispuesta a hacerse con todas las concesiones de oro, a cambio de cualquier precio, sin reparar en gastos. Eliminar a los colonos que pacíficamente cultivan o disfrutan de sus tierras es labor para el pistolero calvo.
Que el festival, dicen que solidario, apueste por ser engullido por quien aspira a engullir todo el viejo poblado del oeste, ante la pasividad del sheriff y de los marshals que más que defender a los pacíficos habitantes se ponen del lado del minero sin escrúpulos, aflora todos los malos instintos de los mineros colonizadores.
El festival dicen que solidario apesta al color del dinero, de ese dinero que, sin moverse de sus asientos, ven pasar por el parket de la bolsa australiana los jefes del pistolero calvo, amasando sus riquezas sin ni siquiera, dicen, disparar un solo tiro.
Está claro que los dueños, los hermanos Dalton, del festival pueden con él hacer lo que les apetezca, pero que no lo llamen solidario. Porque contribuir a la destrucción del lejano poblado del oeste es todo menos solidario. Y para ello, si hace falta, como parece que les ha pasado, convertir su criatura en una meretriz de pago por servicio. Deberían, de ahora en adelante, cambiar el nombre y llamarlo, por ejemplo, el Club Social de Adelaida, adonde fueron a parar todas las putas repudiadas por Inglaterra, donde, con un chasquido de nuez se despista al sheriff ingenuo y se asesinan los derechos de la ciudad.
Que un pistolero calvo se adueñe del Club Social, se adueñe de la pista de entrenamiento de las majorettes que juegan al nuevo basketball, adoctrine con algunos billetes verdes al grupo de neocatcúmenos a los que no les importa ser manoseados como si fueran monaguillos, es lo que toca vivir en estos tiempos.
Que se llame solidarios a quienes se han metido de hoz y coz en el capitalismo salvaje de la bolsa australiana nos permite no solamente dudar de su solidaridad, sino señalarlos con el dedo como lo que son: chacales de los australianos.
Que se sepa que la “empresa” de los hermanos Dalton trabaja para quienes quieren destruir la ciudad, y que ningún ciudadano decente puede ni debe encargarles ningún trabajo.
Vale.