Las informaciones, “lo que se va sabiendo”, del contrato de las mascarillas del Ayuntamiento de Madrid siguen su curso, con alguna variante sobre la que no he visto el asombroso giro dado por el propio alcalde de la capital. A lo que se sabe, a lo que está negro sobre blanco en el informe de la Fiscalía Anticorrupción presentado en el Juzgado, se añadía ayer una variante, un giro sobre el que no he visto referencia explícita en la prensa.
Ayer, el petiso Almeida hizo unas declaraciones a La Vanguardia en las que manifestaba “de haber sabido dónde acabaría el dinero, no se habría firmado ese contrato covid”, que es una frase que, como se dice en las series americanas, “¿sabía adonde iba el dinero de ese contrato”, que el comisario de policía experto habría interpretado “lo tomaré como un sí”.
En esa confesión, Almeida, que es abogado del Estado (de la estirpe de Cospedal, Bal, Olona…), dice tener conocimiento del contrato. Lástima que a cada paso vamos perdiendo funciones del lenguaje, contenidos semánticos del lenguaje.
Una frase en la que el alcalde, primo de un hijo del hermano de su padre, tenía conocimiento del contrato, que sabía cuál era el contrato, quiénes intervenían en el mismo. De hecho, he leído o escuchado, no sé dónde, que por la ascendencia de los firmantes o del firmante, entendía que era una donación de material sanitario. Pero una donación gratuita no requiere la firma de un contrato sometido a la Hacienda pública. Y claro, que el descendiente del duque de Feria, amigo del hijo de un tío del alcalde, donara mascarillas, guantes, tests de anticuerpos, fuera a pillar un pellizco a costa del ayuntamiento madrileño.
Pero para eso está Almeida, para aclararlo en una frase sin duda exculpatoria, en su cabeza, pero que es una confesión de parte. “De haber sabido que el duque del Tiovivo y su colega iban a tangarle 6 millones de euros a su Ayuntamiento, el contrato no se habría firmado”.
La pérdida de valores semánticos del idioma juega estas pasadas. Y en el periodismo, por la rapidez con la que se procesan los mensajes, las transmisiones de comunicación entre emisor y receptor, hacen que en el aire permanezcan sentidos, significados, que no llegan a alcanzar su verdadero valor, su verdadero sentido, su unívoco significado.
Como cuando se hacían comentarios de textos no dirigidos con preguntas que ayudan a esclarecerlos, sino dejando libertad al lector, se llegaba a conclusiones que no eran las que se desprendían de las preguntas.
Un ejemplo es que un sencillo “qué” es la causa de que “La comedia de Calisto y Melibea” sea un texto de tanta importancia en nuestra literatura.
Cuando en la primera escena Calisto dice “en esto veo la grandeza de Dios”, si Melibea no hubiera contestado “en qué” no habría existido la obra. Si Melibea no hubiera contestado, o si hubiera sido sorda, no habría qué.
Pues lo mismo le pasa al alcalde Almeida, si no hubiera conocido el contrato, o no hubiera conocido a los amigos de su primo, o si como en su descargo el asunto se trataba de una generosa donación, no habría dicho “de haberlo sabido”, porque su obligación política y jurídica era, precisamente, la de haberlo sabido.
Vale.