Ninguna línea trazada en el plano es inocente, ni ninguna ciudad es inmutable. Ni siquiera sus más fosilizados barrios. Y Cáceres tampoco lo es. Aunque muchas veces parezca una ciudad casi muerta, reaparece en otros espacios físicos casi viva.
Los barrios que en los años 50 y 60 acogieron población joven, provenientes en muchos casos de inmigración interior, son ahora barrios llenos de personas mayores: sus hijos han buscado otros aires, al norte o al sur de la ciudad. Y sus casas, envejecidas, solamente toman un soplo de aire fresco cuando en la primavera, algunos años, se encalan sus fachadas.
Pero no solamente son las casas las que envejecen, se deterioran y modifican sus fachadas con carteles de se vende. Sus espacios abiertos, donde jugaban los entonces niños al guá, al pañuelo, al hilo negro, son ahora espacios inertes, en contraste con el neolenguaje de las áreas de juego infantiles, tan contadas y constreñidas que solamente permiten el juego que puede hacerse en mobiliario de pvc endurecido, de bordes romos, coloreados.
Existe en Cáceres un espacio que a lo largo del tiempo ha sufrido alguna escasa modificación y que ahora ha quedado arrinconado a ser lugar de reuniones cada vez menos numerosas de adolescentes y jóvenes. Los más mayores de los edificios colindantes, los que vieron como sus nuevos pisos de los años 50 y 60 rodeaban un erial en pendiente muy pronunciada, en el que sus hijos jugaban y corrían, haciendo resbaladeras por las que, a modo de tobogán, se lanzaban sobre la tierra mojada con los orines de todos. Y ojo con perder el equilibrio, que llenabas las calzonas de barro.
Aquel erial en pendiente pronunciaba fue sometido a cirugía mayor, y su pendiente convertida en bancales, como si de terrenos frutales de una sierra se tratara. Y entre los bancales, pasos de escaleras por los que los vecinos más antiguos ya no pueden adentrarse. Las dificultades de movilidad han reducido esos bancales a uso muy restringido.
Entre las calles Médico Sorapán y Reyes Huertas, con una pendiente muy pronunciada, ahora denominada Cuesta del Palancar, y cerrado por una promoción de las llamadas Viviendas protegidas y otra conocida como las 104, se encuentra el Parque Bosnia, denominado así, no oficialmente, sino porque su mayor esplendor coincidió con su conversión en bancales y porque en él se reunían, a veces casi clandestinamente, adolescentes y jóvenes grafiteros, cuando “la guerra de Bosnia”.
De aquel Parque Bosnia aún quedan vestigios de grafitis, con alguno relativamente nuevo, pero sin la fuerza con la que quienes trazaron los primeros a golpe de spray, expresaron en las paredes sus anhelos, sus inquietudes, su creatividad.
Hoy, muchos de esos grafitis son paredes desteñidas, pinturas erosionadas junto con los morteros de cemento en los que se pintaron. Pero sigue siendo el Parque Bosnia, por cuyas escaleras los vecinos de las protegidas y las 104 no pueden moverse y que, desde las ventanas de sus casas asisten a un deterioro progresivo.
Los grafiteros de hace unos años ya no han vuelto por allí, y solamente alguno se atreve a sustituir los originales dañados por otros nuevos.
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