En las tres entradas anteriores he señalado cómo se produjo la designación del represor Rada y Peral como hijo adoptivo de Cáceres, en los mismos días en los que el golpe de estado franquista supuso un dolorosísimo castigo para muchos y muchas cacereños y cacereñas.
La excusa de un complot, denominación que se dio a las escaramuzas que, al parecer, lideraba Máximo Calvo fue el asidero que sirvió para que en las navidades de 1937 fueran pasados por las armas y arrojados a una fosa común del cementerio de la ciudad 237 hombres y mujeres.
El ayuntamiento lo regía una comisión gestora, compuesta por cinco individuos nombrados a dedo por los propios militares sublevados, los mismos que corrieron, en cuanto tuvieron ocasión, a rendir pleitesía al máximo exponente de la represión.
Esos cinco individuos, puestos ahí para simular un gobierno municipal, no tenían, obviamente, ninguna seña representativa de los vecinos de la ciudad, que entonces contaba con unos 29.000 habitantes. Ni que decir tiene que fueron elegidos por la mayor afinidad o docilidad para con los militares golpistas.
Además, el día 27 de diciembre fusilaron a Antonio Canales, que fue el último alcalde elegido democráticamente, en unas elecciones en las que ninguno de los miembros de la comisión gestora hubiera podido hacerle sombra.
Antonio Canales hizo entrega del Ayuntamiento a Manuel Plasencia, según consta en acta de 21 de julio de 1936, transcrita en otra acta municipal de 24 de julio. Es curiosa la manera de colaboración de las derechas, la CEDA, con los golpistas, porque según el acta de 21 de julio, la personación de autoridad militar en el Ayuntamiento se hace acompañado ya del que era concejal por la CEDA, Manuel Plasencia. Se produce la destitución de Canales, señalando este dos cuestiones: que era alcalde por elección democrática y que no tiene más remedio que ceder la alcaldía, que se hace por la fuerza.
Por otra parte, según se establecía en el bando militar, en los ayuntamientos debían establecerse comisiones gestoras, por supuesto a complacencia de los golpistas, pero que, sin embargo, carecían de directrices de competencias y capacidades jurídicas y administrativas, por lo que la inmensa mayoría asumían gestionar los ayuntamientos sin garantías de ningún tipo para los administrados.
Esto último, que parece una obviedad tal y como se sucedieron los hechos y tal y como se sucederían a continuación, no lo es, por cuanto los militares se reservaron, en el caso de Cáceres, algunos cargos importantes, gobernador civil, por ejemplo, y permitieron que sus correligionarios civiles (de la CEDA y similares) ejercieran las competencias municipales, pero estrechamente vigilados.
De hecho, la impunidad con la que actuaron en contra de los vecinos de la ciudad, palmariamente demostrada en los fusilamientos de las navidades de 1937, fue una muestra. Ninguno de los concejales/gestores abrió la boca ni siquiera para preguntar, y en las actas municipales no hay rastro de los fusilamientos.
Las comisiones gestoras acogieron a los concejales de derechas, sumisos, cuando no alborozados, con el golpe de estado. La comisión gestora de Cáceres estaba formada por quien detentaba la alcaldía robada con las armas y la fuerza de las armas y cuatro concejales de derechas que no sintieron ninguna duda en sumarse gozosos al golpe de estado.
Este gobierno (¿?) municipal fue el que adoptó el acuerdo de nombrar al criminal Rada como hijo adoptivo de la ciudad, sin tomar en consideración a los vecinos y vecinas pasados por las armas y arrojados a la fosa común abierta junto al muro del cementerio.
Un acuerdo que debe ser anulado por ser ilegal a todos los efectos, como demostraremos en la próxima entrada de esta serie.
Vale.



